Lo ocurrido el 28 de junio fue una siniestra mascarada que rompió el orden constitucional, desató una terrible crisis política, nos aisló del concierto mundial y atropelló derechos fundamentales del señor Zelaya.
Salir de esta zona de tormentas es urgente, pero esta salida sólo será posible si se restituye en su cargo al presidente, no por la restitución en sí sino porque así lo demandan intereses fundamentales de la nación que no pueden florecer a la sombra de un régimen de facto.
El país necesita recobrar la calma, restablecer sus relaciones internacionales, recomponer sus procesos productivos y las rutas del comercio, superar sus demoras en la ruta del desarrollo, liquidar elementos políticos que indudablemente profundizan la crisis económica que vive el sistema.
Se necesita también fortalecer el principio por el cual se ha movilizado la comunidad internacional: la alternativa del golpe militar para resolver problemas políticos constituye una obscenidad inaceptable.
Pero hay algo que es fundamental para el futuro de la nación: la restitución debe llevar en su seno la simiente de la transformación democrática de la sociedad, la estructuración de gobiernos de buen desempeño, la liquidación de las terribles desigualdades sociales; la posibilidad de erradicar administraciones corruptas, botín de familias o pandillas partidistas.
La realización de esta posibilidad sólo debe depender del clima de libertades que se establezca y de la propia capacidad del movimiento transformador para organizarse, educar, plantear su programa de reivindicaciones, aglutinar la sociedad alrededor de ese programa y lograr la más alta credibilidad por la consecuencia de su discurso y la transparencia de sus dirigentes.
En el marco de las contradicciones propias de la realidad, si el golpe de Estado propició violencia y represión, también generó un fenómeno que se le opone: la más amplia movilización popular jamás conocida en Honduras.
Esa movilización es la base material del avance hacia una nueva democracia; por el sacrificio que significó para miles de personas pobres llenas de esperanza, por sus diáfanos anhelos, nos obliga a todos a honrarla, ser consecuentes con sus demandas y entender su cólera, producto de décadas de carencias esenciales; la presencia combativa de los excluidos es el mayor logro histórico de este paréntesis de ilegalidad.