Ahhhhh, que noches aquellas, me acuerdo que se hacían grandes bailes y las muchachas y muchachos movían sus cuerpos al ritmo de la música, que alegría la que había hace unos cuantos años, pero ahora con la llegada de las maquilas todos se han ido para las ciudades, aquí sólo quedamos los viejos, asegura una señora del campo Las Flores, jurisdicción de El Progreso, Yoro.
Debido a que en sus comunidades no cuentan con fuentes de empleo, miles de jóvenes cada día se ven obligados a dejar sus hogares y a salir en busca de mejores horizontes, muchos son atraídos por la industria de la maquila, mientras otros luchan por lograr el mal llamado sueño americano.
Con mucha ilusión y grandes expectativas, los jóvenes que se vienen de las zonas rurales y que en un 80 por ciento son mujeres, ofrecen su mano de obra barata en las diferentes maquilas que funcionan en ciudades como El Progreso, La Lima, San Pedro Sula, Choloma, Villanueva y Puerto Cortes.
Según un informe elaborado por el Comisionado Nacional de los Derechos Humanos en muchas ciudades como Choloma y Villanueva, la población se ha duplicado como producto de la migración.
La mayoría de las mujeres que trabajan en las maquilas y que en dos tercios son menores de 25 años, proceden de diferentes partes del país, pero gran parte de ellas son originarias de Santa Bárbara, Yoro y Cortés.
El hecho de venirse de sus lugares de origen, obliga a las mujeres a vivir amontonadas en cuarterías, en cuyas pequeñas habitaciones viven hasta diez mujeres, quienes comparten un solo baño y sanitario.
Aunque estas mujeres llegan con el sueño de mejorar su situación económica; una vez que logran ingresar en las maquilas, descubren que los bajos salarios que devengan lo gastan en el pago de alquiler, agua potable, luz eléctrica, alimentación, transporte, vestuario y medicinas, sin tener la remota posibilidad de ahorrar.
Muchas de ellas tienen que hacer grandes milagros, para enviar a la semana o a la quincena, una pequeña cantidad de dinero que le sirve a su familia o para la mantención de su hijos, pues una parte significativa de las obreras de las maquilas son madres solteras.
Las mujeres que en sus comunidades estaban acostumbradas a vivir al aire libre, ahora padecen el encierro en las fábricas, en las que trabajan hasta 12 y 14 horas diarias y sufren un desgaste exagerado de sus capacidades físicas y psicológicas.
Gran parte de estas mujeres, después de cinco, ocho y diez años de trabajar en las maquilas, regresan a sus comunidades agotadas, sin dinero y lo que es peor enfermas, ya que casi todas terminan afectadas de sus pulmones por el exceso de tamo que respiran todos los días en las fábricas.
Al contemplar la soledad y la pobreza de sus pueblos, muchas mujeres que ya pasaron la experiencia, se preguntan si en verdad valió la pena haber dejado sus comunidades abandonadas.
La realidad que viven miles de mujeres y hombres, demuestra que ni a los inversionistas de las maquilas ni al mismo Estado, les interesa crear las condiciones necesaria para proteger la mano de obra de los trabajadores ni tampoco crear los medios adecuados para desarrollar las comunidades rurales y evitar que el fenómeno de la migración aumente aún más la miseria de las ciudades.