Desde que los españoles desembarcaron en lo que ahora es el Departamento de Cortés comenzaron la destrucción de nuestras comunidades. Murieron miles de personas bajo sus armas o destrozados por sus perros, otros huyeron y muchos se convirtieron en esclavos que trasladaron para buscar el oro que motivaba a los europeos a cruzar el continente.
Uno tras otro los indígenas se desvanecían en el río Guayape donde corría “oro puro y sin igual”. De ahí, y de los túneles en los cerros, salieron riquezas inmensas hacia España. Cuando no hubo ya suficientes indígenas, trajeron esclavos negros que morían también en la búsqueda del oro y la plata.
Todas esas comunidades mineras que enriquecieron a otras, al otro lado del mundo, están ahora en el olvido, empobrecidas.
Cuando a finales del siglo XIX (1876) se abre las puertas a las compañías mineras estadounidenses, se dijo que era para impulsar el desarrollo del país. Más de doscientas minas operaron por toda Honduras. San Juancito, en Francisco Morazán, llegó a considerarse el centro del poder por la gran actividad minera y el establecimiento de los mandamases gringos. Ahí se movía el dinero y los más pudientes de Honduras.
Aún pueden verse las ruinas del club americano, las residencias y las oficinas de la gran transnacional. Es el testimonio del gran “desarrollo” que deslumbró a los gobernantes hondureños. La montaña quedó llena de túneles, de donde actualmente se han desprendido contaminantes de las aguas. Eso le quedó a San Juancito, una pobre comunidad que todavía paga las consecuencias de la explotación minera.
Igual pasó con la mina de El Mochito en Santa Bárbara, donde todavía siguen sacando oro y otros metales a cientos de metros bajo tierra. Su apogeo terminó y también el “movimiento económico” que enriqueció a uno que otro y dejó enfermos a miles que se envenenaron los pulmones en los socavones, por un mísero salario.
El oro de San Juancito, El Mochito y las más de doscientas minas que operaron hace un siglo, está bien guardado en las cajas fuertes de las transnacionales y el gobierno estadounidense. Se compra y se vende en la Bolsa de Valores de Wall Street. Pero todos esos pueblos, siguen sufriendo por la falta de salud, educación, vivienda y demás carencias que padecemos en Honduras. El “desarrollo” traído por las mineras ¿Dónde está?.
Ahora nos quieren convencer que las trescientas concesiones (regalos) mineras traerán progreso y desarrollo para los hondureños. No hemos tenido que esperar cien años para darnos cuenta de que nos espera un desastre mayor.
Los enfermos y muertos no serán sólo los que sacan el oro, sino todos los seres expuestos al agua, aire y suelo contaminado con los venenos usados para arrancarle las últimas partículas de metal precioso que tienen nuestras tierras.
¿Cómo cobrar a los colonialistas por el exterminio cometido por el oro hace cinco siglos?. Ni siquiera podemos demandar a las compañías gringas para que reparen el daño de hace cien años. Pero estamos a tiempo de evitar que los buscadores de oro dejen a Honduras una tercera tragedia; en nombre del progreso y el desarrollo, ¿De quién?.
Ese desarrollo y esa generación de empleo, no la queremos. ¡Digamos no a la minería destructora de la vida!. ( Editorial publicado en la Revista Vida Laboral, enero 2007)