No son ya ésos que impusieron y expandieron por vez primera el sistema industrial agrícola, ni quienes saquearon los saberes ancestrales de la gente para irse adaptando a sus nuevos entornos y a desconocidas condiciones climáticas.
Esos personajes, ligados a terrenos y haciendas, estaban ahí, devenían en jefes políticos de la localidad o la región, guerreaban entre ellos con muchos muertos para consolidar sus feudos, se hicieron de enemigos y forjaron alianzas, algunas muy nefastas, para controlar tierras, agua, mano de obra, comercio, elecciones, políticas públicas y derechos de paso y hasta el derecho a la vida. Pero estaban ahí. Vivían ahí o iban con frecuencia a sus propiedades, y como tal estaban sujetos a la resistencia real de los pueblos a los que invadieron, despojaron y explotaron. Las comunidades que luchaban por sus tierras podían hacer algo directamente, sabían contra quién combatían, dónde hacerlo y cuándo.
La historia de América Latina es una historia de conflictos agrarios, en defensa de los territorios ancestrales de los pueblos. Pero hoy, los acaparamientos de tierras traen tras de sí un aura de “neutralidad”. Son debidos, nos explican en los folletos gubernamentales, a la inseguridad alimentaria, a la crisis mundial de alimentos “que nos obliga a cultivar, donde podamos, nuestros propios alimentos y aunque disloquemos la producción, traeremos los alimentos al país para beneficio de nuestra ciudadanía”. Hurgando un poco, asoma la cola el monstruo financiero que impulsa desde grandes consorcios y empresas conjuntas, capitales diversos para invertir en tierras, producción, exportación e importación de productos básicos, en especulación alimentaria.
Estos inversionistas extranjeros han acaparado en pocos años millones de hectáreas de tierras de cultivo en América Latina para producir cultivos alimentarios o agrocombustibles y exportarlos. Gran parte del dinero proviene de fondos de pensión, bancos, grupos de inversión privada de Europa y Estados Unidos, o de individuos acaudalados como George Soros, y fluye a través de mecanismos de inversión en tierras de cultivo puestos a operar mediante compañías extranjeras y locales. Cosan, la compañía más grande de Brasil, cuenta con un fondo de inversiones especializado en tierras de cultivo, Radar Propriedades, que compra tierra agrícola brasileña a nombre de clientes tales como la Teachers’ Insurance and Annuity Association-College Retirement Equities Fund [un fondo de inversiones de retiro y seguridad del profesorado] en Estados Unidos. El grupo Louis Dreyfus, una de las multinacionales más grandes del mundo en el comercio de granos, cuenta con un fondo semejante en el cual el American International Group (AIG) ha invertido 65 millones de dólares.
Mientras la atención de los medios está puesta en negocios agrarios en África, cuando menos la misma cantidad de proyectos (e incluso más) comienzan a funcionar en América Latina, donde los inversionistas proclaman que sus inversiones en tierras agrícolas son más seguras y menos controvertidas —pasando por alto las prolongadas luchas agrarias vigentes en prácticamente todos los países del continente. Así, más y más inversionistas y gobiernos de Asia y del Golfo Pérsico enfocan sus esfuerzos en América Latina, y la consideran un lugar seguro para dislocar su producción alimentaria.
La mayoría de los gobiernos en América Latina están dispuestos a estos nuevos negocios, y las misiones diplomáticas van con frecuencia al extranjero a vender las ventajas de invertir en las tierras agrícolas de sus países. Hace poco, el ministro brasileño de desarrollo, Miguel Jorge, le dijo a los reporteros: “Algunos príncipes saudíes con quienes nos reunimos el año pasado […] le dijeron al presidente Lula que no querían invertir en agricultura en Brasil para vender aquí en el país, sino que quieren fuentes de abastecimiento de alimentos. Necesitan comida. Así que podría mucho más efectivo que invirtieran en la agricultura de Brasil para que nosotros fuéramos los abastecedores directos de esos países”.[1]
Pero Brasil no es sólo un objetivo de los nuevos acaparadores de tierra, es también un promotor de acaparamientos. Los inversionistas brasileños, con respaldo de su gobierno, están comprando tierras para producir alimentos y agrocombustibles en un número creciente de países de América Latina y África. El gobierno brasileño, por ejemplo, está financiando la construcción de caminos, puentes y otras infraestructuras en la vecina Guyana para abrir la sabana Rupununi, muy frágil ecológicamente, a proyectos agrícolas de gran escala de donde se exportarán cultivos a Brasil. La compañía semillera multinacional RiceTec se ha acercado al gobierno de Guyana interesada en 2 mil hectáreas de tierra en la misma región —un ecosistema diverso y frágil que es la casa de varios pueblos indígenas. Algunos productores brasileños de arroz que ahora negocian con el gobierno de Guyana contratos de arrendamiento por 99 años en tierras indígenas de la sabana Rupununi, se habían visto forzados por resoluciones de la Suprema Corte de Brasil a abandonar tierras que le habían arrebatado ilegalmente a comunidades indígenas en el lado brasileño, en Raposa Serra do Sol.[2]
Con esta manera de hacer negocios, los antiguos invasores y terratenientes logran nuevas oportunidades de acaparar tierras, con menos riesgos políticos y económicos, y un nuevo aire “respetable” de “inversionistas extranjeros”.
Evadir responsabilidades
Mucho está en juego en esta nueva ola de acaparamientos de tierras a gran escala. Cualquier país que venda, o arriende a largo plazo, grandes extensiones de tierra de cultivo a otros gobiernos o compañías extranjeras está poniendo en riesgo su propia soberanía nacional. Tales arreglos contribuyen al desmantelamiento general del Estado —se reducen más y más funciones del Estado y sus aparatos, o éstas se privatizan y se transforman para corresponder con los intereses de los grandes negocios— con lo que ocurre una desterritorialización mayor de muchos pueblos y comunidades. Y por ende hay un arreciamiento de la migración, un dislocamiento de mano de obra, y una dislocación de los cultivos, dado que los gobiernos o los inversionistas privados se apoderan de tierra para producir alimentos para exportarlos. Los inversionistas extranjeros llegan al país huésped con sus semillas y sus tractores, incluso con sus trabajadores, aprovechan el agua, le extraen los frutos a la tierra y luego los embarcan a sus países de origen o al mercado global de mercancías de exportación. Esos países “huéspedes” no pueden ser considerados entonces exportadores en el sentido tradicional, dado que tales países, o incluso su gente, realmente no están involucrados en estos proyectos, es sólo la tierra [vista como mercancía] que las corporaciones explotan para sus propias ganancias, sin restricción alguna. Esto implica entonces un desfasamiento general de la economía.
Y no obstante, las ansiadas tierras nunca están vacías, ni están ociosas, y siempre hay gente local que las necesita con urgencia. Entonces el actual acaparamiento agrario nos fuerza una pregunta vital: ¿de quién son las tierras/territorios que están siendo acaparadas, controladas?, ¿mediante qué mecanismos legales es que los gobiernos, o los particulares, ponen a disposición de otros gobiernos o de empresas de todo tipo esas extensiones inmensas de tierras?, ¿tienen dueño o los Estados las expropian para poder realizar los arreglos comerciales ad hoc?
Se dice como excusa que en muchos casos las tierras no se venden sino que se rentan, pero qué propicia más la devastación sin miramientos de las tierras: ¿que se vendan, o que se renten por cincuenta o noventa y nueve años? Al final de tales contratos, los “inquilinos” regresarán una tierra agotada, erosionada, contaminada, a la cual será muy difícil recuperarle su fertilidad, y ellos simplemente se mudan a nuevas tierras “disponibles”. La consecuencia directa es que con estos acaparamientos se expande la agricultura industrial con su modelo destructivo.
Estos nuevos acaparamientos complican también las posibilidades de que los pueblos defiendan sus territorios. El invasor es más difícil de identificar. Los mecanismos jurídicos necesarios y el marco donde se pueden asentar los litigios por despojo, o los litigios por devastación o contaminación directa o aledaña dejan de ser claros. El nuevo corporativismo agrario es anónimo, o casi. Aun cuando identifiquemos a los inversionistas, están protegidos de las comunidades por la distancia y por las enmarañadas y densas estructuras legales. Cualquier “batalla” contra ellos estará situada en otro espacio y en otros tiempos que las comunidades u organizaciones afectadas no tienen potestad de definir.
Los Estados, en lugar de proteger a su gente, protegen las inversiones de los gobiernos o compañías extranjeras —criminalizando y reprimiendo a las comunidades que defienden sus territorios. Las fronteras pierden sentido. Las estructuras del Estado “huésped” sirven a patrones venidos de fuera, pero no como en el sistema colonial de tributación, sino en el esquema mercantil neoliberal cuyas regulaciones están en los Tratados de Libre Comercio y no en las Constituciones nacionales.
Pero el objetivo más profundo de los grandes capitales en esta nueva ola de acaparamiento agrario es controlar totalmente la producción de alimentos. Han estado sentando las bases para ello durante los últimos cincuenta años y ahora intentan cosechar. El acaparamiento de tierras no es simplemente la última oportunidad de hacer inversiones especulativas con ganancias grandes y rápidas: es parte de un largo proceso de toma de control de la agricultura por parte de las corporaciones con intereses agroquímicos, farmacéuticos, de transporte y venta de alimentos. Por eso los autogobiernos comunitarios dispuestos a defender sus territorios, sus regímenes de bienes comunales y sus sistemas propios de manejo territorial, son un freno a todo este esquema.
Las organizaciones que impulsan la soberanía alimentaria desde abajo, desde el nivel comunidad, entienden con mucha claridad que su lucha se vuelve imposible o se dificulta muchísimo en los regímenes o países que permitan el acaparamiento de tierra, porque sin una tierra propia, cualquier producción se mediatiza. Entonces más y más comunidades y organizaciones insisten en que debemos propiciar un anclaje entre cosechas propias, semilla nativas y sus saberes locales libres, autogobiernos y territorios con control de agua, bosque, suelos, patrón de asentamiento y recorridos, e insisten en su autogobierno, y en que las decisiones se toman en asambleas.
En cambio, los nuevos dueños de la tierra buscan volver a confinar los ámbitos comunes, pero ahora en el anonimato “neutro” de extranjeros que desde sus lejanos países controlan a distancia nuestros destinos. Ya no tienen que invadir; hacen tratos comerciales. Ya no tienen la carga de mantener esclavos; tienen peones hiper-precarizados. Ya no se responsabilizan por combatir a los insumisos, que eso lo haga el gobierno huésped o los sicarios a modo, proporcionados por compañías internacionales que prestan ese servicio. El neoliberalismo es la invención de fórmula tras fórmula para evadir responsabilidades. Para remontar la corriente tenemos que basar nuestro futuro en la responsabilidad.
Profundizando
• El sitio electrónico que monitorea el acaparamiento de tierras a nivel mundial es http://farmlandgrab.org
• GRAIN, Los nuevos dueños de la tierra, A contrapelo, octubre 2009,http://www.grain.org/articles/?id=57
• GRAIN, ¡Se adueñan de la tierra! El proceso de acaparamiento agrario por seguridad alimentaria y de negocios en 2008, Documentos de análisis, octubre 2008, http://www.grain.org/briefings/?id=214
[1] Alexandre Rocha, “Brazilian Minister: Arabs are great opportunity”, ANBA, 8 de febrero de 2010: http://farmlandgrab.org/11020
[2] “Expelled Brazil Rice Farmer looking to Shift Operations to Guyana”,Stabroek News, 14 de mayo de 2009:http://www.stabroeknews.com/2009/stories/05/14/expelled(brazil)rice(farmer)looking(to)shift(operations)to-guyana/