Honduras. Eran las cinco de la mañana del 3 de mayo. Un grupo de 80 campesinos encabezados por el Delegado de la Palabra, el líder católico Felipe Huete, tomaron posesión de las tierras que les pertenecían por justicia y que un terrateniente se había empeñado en robarles a toda costa. Y no dudó un instante en enviar a diez militares encabezados por el Coronel Galindo pertrechados con chalecos antifragmentos, granadas de mano y subfusiles AK47. Cuando los campesinos les vieron aparecer, Felipe Huete dio un paso al frente y levantó su mano pidiéndoles conversar. El primer disparo le reventó la mano levantada quebrándole el radio y el húmero a la altura de la muñeca. El segundo tiro le pegó en el pecho y le provocó la muerte instantánea. Cayó hacia delante. Después vinieron las ráfagas sobre todos aquellos que trataron de auxiliar a don Felipe. Su hijo Ciriaco también fue abatido. Lo mismo que su sobrino Mártir y su yerno Carlos Gonzáles. El quinto asesinado fue el líder de los maestros de la zona, Cruz Chacón.
Esto sucedió hace 22 años. Y nos lo han contado dos de sus hijos que sobrevivieron a la masacre. El pequeño, Reinaldo, tenía por aquel entonces 18 años. El mayor, Valentín, recibió un disparo en el codo que le ha dejado el brazo inutilizado. Por aquel entonces tenía 31 años. Y nos han llevado al lugar donde sucedió todo y que hoy es un cementerio. El lugar, en mitad del campo, es un jardín donde reposan los restos de su madre, muerta de pena, y de algunos miembros de la comunidad. Pero no los de los cinco mártires. Ellos han sido enterrados en la capilla católica, para que todos recuerden cada día la importancia de dar la vida por la justicia.
Hoy, 22 años después, cientos de personas han pedido la intercesión de los mártires. Han recorrido las calles de Astillero acompañados por su obispo, el irlandés Miguel Lenihan. Y han cantado en memoria de todos los mártires de este continente regado con la sangre de héroes que han ido conquistando pequeñas parcelas de justicia en los lugares donde la impunidad y las amenazas son el pan nuestro de cada día.
Tanto que el propio párroco que atiende El Astillero, el claretiano guatemalteco César Espinoza, recibe mensajes de los empresarios mineros y sus correligionarios amenazándolo de muerte por defender los derechos de los campesinos, por abrirles los ojos, por explicarles aquello que los empresarios que quieren abrir cuatro minas a cielo abierto para extraer el óxido de hierro pasan por alto. Una lucha en la que la comunidad de Nueva Esperanza está implicada hasta las trancas. Y por eso nos llevaron hasta la cima de la sierra en una ascensión tan hermosa como esforzada para ver cómo los empresarios han comenzado con las catas, con la contaminación de las cuencas de agua, con la contratación de personal llegado de otros lugares. Obreros bien pagados que han recibido un arma y que habitualmente están borrachos para amenazar y amedrentar a la población. A ellos se une un puesto policial francamente extraño y con diez efectivos en un lugar donde apenas hay delincuencia. En mitad del campo. En la montaña. En plena naturaleza. Y, sin embargo, en la zona urbana apenas hay tres policías. Curioso, muy curioso.
Tras oír los testimonios de los amenazados por las empresas mineras e hidroeléctricas, tras compartir con el pueblo sus esperanzas y sus temores, a todo el equipo de PUEBLO DE DIOS se nos ha puesto un nudo en la garganta. Todo esto después de que se nos removieran las tripas tras escuchar que el Coronel Galindo pasó ocho meses por un simulacro de cárcel que no era tal y que ahora es un terrateniente que vive impunemente teniendo el triple de propiedades de las que tenía antes de la masacre.
Y no podemos sino agradecer uno a uno a todos los campesinos de Nueva Florida la resistencia que están oponiendo a la entrada de las mineras. Las barricadas de piedras en el camino, las cadenas para que no pasen los mineros, la organización de las mujeres para no darles ni un vaso de agua y complicarles la existencia para que no revienten la naturaleza, para que no contamienen el agua, para que no acaben con la vida.
Esteban Meléndez C.