Prohíben el ingreso de bolígrafos a la embajada brasileña; los consideran «arma mortal»

Por: Arturo Cano
Enviado Periódico La Jornada.

Tegucigalpa, 25 de noviembre. Para los militares hondureños, un bolígrafo es un “arma mortal”, y una almohada y un libro, lujos que no pueden permitirle a José Manuel Zelaya Rosales, todavía presidente de Honduras, según el mundo entero. Por eso prohíben el ingreso de esos objetos a la embajada de Brasil.

Un equipo conformado por defensores de los derechos humanos y funcionarios del Unicef se encarga de abastecer a los huéspedes de la embajada. Llega con la comida y, entre otras cosas más, unas plumas que han pedido periodistas que aún permanecen dentro de la legación.

–No puede pasar eso.

–¿Por qué?

–Con eso podés matar– responden los policías encargados de la revisión.

–¿A quién van a matar con un bolígrafo?

–Se pueden matar entre ellos, y nosotros estamos aquí para cuidarlos.

“Sólo cumplen órdenes”

Los policías sólo cumplen órdenes. En una casa cercana uno o dos coroneles deciden cuáles son los artículos permitidos y cuáles no. “Han llegado a ser hasta cuatro coroneles, pero nunca dan la cara. Cuando los policías tienen duda, les llaman por radio o incluso les llevan las cosas para que decidan”, dice uno de los responsables del abastecimiento.

Zelaya volvió el 21 de septiembre, en una acción que todavía provoca la burla popular, pues fue una cachetada a la eficacia de “ese contrasentido que se llama inteligencia militar”, como dice un dirigente de la resistencia.

Una vez que se supo que su presencia era un hecho, y no “terrorismo mediático”, como primero dijo Roberto Micheletti, el presidente de facto, miles de zelayistas fueron a recibirlo. El gusto de recibir les duró poco.

A macanazos y gases lacrimógenos fueron echados de ahí, al amanecer del 22 de septiembre. Unas 300 personas lograron colarse a la embajada.

Los militares se dieron gusto en su revancha: instalaron altavoces que dispararon marchas militares, rock pesado –a la manera de la táctica empleada por el ejército de Estados Unidos en Panamá– y también rolas como Rata de dos patas, de Paquita la del Barrio (algunos dicen que es un acierto usarla como instrumento de tortura).

Zelaya denunció también el uso de un “dispositivo acústico de largo alcance” y el envenenamiento con gases que enfermaron a muchos de sus acompañantes.

Poco a poco, por razones diversas los ocupantes fueron abandonando la embajada, hasta quedar en los 25 que siguen ahí, sin periódicos ni libros, que también están prohibidos. De contrabando, Zelaya ha recibido sólo uno: Morazán revolucionario. El liberalismo como negación del iluminismo, del historiador hondureño Longino Becerra.

Los militares deben tener ya decenas de horas de grabación de los artículos no permitidos, porque cada entrega es registrada por hombres con pasamontañas y sin identificación en los uniformes.

La lista de alimentos proscritos incluye cualquier enlatado, bebidas energizantes y fruta (algún tiempo la permitieron sólo “por prescripción médica”).

Los ocupantes de la embajada no tienen derecho a recibir colchonetas ni bolsas de dormir, sólo pueden pedir ropa usada y les están negados zapatos (después del zapatazo a Bush, otra arma mortal, es de suponerse).

La lista incluye papel, colchas o cobijas (un hondureño siente frío apenas el termómetro se acerca a los 10 grados). “Llevamos una semana tratando de meter una colcha, porque ha hecho un poco de frío, y hasta ayer entró”.

“Tenemos dos meses tratando de meter una almohada para el presidente, y no hemos podido”, dice Alex Valencia, del Comité de Defensa de los Derechos Humanos (Codeh), uno de los responsables del abastecimiento cotidiano a los ocupantes de la legación diplomática.

Los cargadores de teléfonos y los USB son un sueño inútil, al igual que cualquier dispositivo electrónico.

Aunque cuando decidieron quedarse en la embajada, varios periodistas cargaban computadoras y teléfonos celulares, les regatean libretas y plumas. De modo que pueden tener blogs, como el que subió a la red un reportero brasileño, pero no tomar notas.

Hace dos semanas, uno de los huéspedes pidió un cortauñas (otra arma letal). Tardó siete días en llegar a sus manos, y sólo fue posible cuando un funcionario de Naciones Unidas lo echó en su bolsillo. Hace unos días permitieron por vez primera una rasuradora. Y no hay restricciones para la pasta dental, aunque los cepillos los dejan pasar “sólo a veces”.

Cuando los objetos llevan destinatario específico, las cosas pueden ser peores. “Tratan con mucho irrespeto las cosas del presidente, de su esposa, y las de los periodistas”.

Durante mes y medio, la esposa de Zelaya, Xiomara, tuvo que sufrir la falta de dos de sus gustos: pastelillos y coca colas de dieta, Ahora ya se los permiten.

A quien peor le iba era al sacerdote Andrés Tamayo, quien salió de la embajada hace unos días, directo a El Salvador, de donde es originario, puesto que las autoridades hondureñas ya le tenían lista la anulación de su carta de naturalización y, en consecuencia, su deportación del país.

Las cosas destinadas a Tamayo nunca pasaban. “Ese ni es cura”, decían los militares. Y nunca pudo tener los objetos litúrgicos para la misa que oficiaba cada domingo.

En los últimos tres o cuatro días, las cosas se han relajado. No porque haya un cambio en las reglas, sino que, dado el enorme despliegue policíaco-militar que requiere el cercano proceso electoral, la vigilancia de la embajada sufre de falta de personal. Hay ahora mucho menos militares que nunca y la mayoría de los vigilantes son custodios de la penitenciaría y policías traídos del “interior del país, de Choluteca”.

“O son mejor gente, o no saben, o los militares no se han dado cuenta, pero hemos tenido más oportunidad de meter algunas cosas”. Meter, por ejemplo, chocolates, que durante muchas semanas, cuando las medicinas sólo entraban con receta, estuvieron en la lista prohibida.

La familia del presidente tiene permitido llevarle comida, que entra junto a las viandas que traen, para los demás, los activistas de derechos humanos, pero es sometida a las mismas revisiones.

“Un taco lo hacen puré de tanto meterle el tenedor”. Al menos ahora la comida ya no es pasada por el olfato de dos perros, como al principio. A los canes los traían del aeropuerto, donde en tiempos normales olisqueaban maletas en busca de drogas. “Eran un labrador y un rottweiler, pero los dejaron de usar luego que el rottweiler se murió de estrés, según nos dijeron los militares”.

La dieta de la mayoría de los ocupantes de la embajada es la “típica hondureña”: arroz, frijoles, plátanos fritos, tortillas, queso, mantequilla. El alcohol está definitivamente proscrito, lo mismo que los cigarros, “aunque los mismos policías se los venden tres veces más caros que en las pulperías (tienditas)”.

Actualmente permanecen en la embajada Zelaya y su esposa, los políticos Carlos Eduardo Reina y Rasel Tomé, un periodista hondureño y otro estadunidense, “algunos de la seguridad”, y otros ciudadanos “que se metieron el día del desalojo”.

Sergio Guimaraes, representante del Unicef, se quejó públicamente de hechos como que la comida fuera olisqueada por perros y manipulada sin guantes. Le llamó “operación tortilla brasileña”. Ahora tiene prohibido el acceso a la embajada o, para ser más exactos, a la reja, porque es hasta donde pueden llegar quienes llevan los víveres.

Hasta ahí nunca ha podido llegar un repuesto indispensable para Zelaya. Por eso el presidente sigue con el mismo sombrero olanchano. Y sin almohada. Lo saben los soldados y los policías que, cada noche, lanzan silbatazos y aullidos hacia la embajada.

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