El punto es que los grandes desafíos nacionales no han estado sobre la mesa de discusión o negociación, pese a que diferentes sectores, como el campesino, los vienen reclamando desde hace años. Ha habido profusa demagogia, pero no hechos que cambien la injusticia acumulada.
Poco se habla o acuerda sobre la necesidad de impulsar reformas políticas a fondo, mejorar la eficiencia de la administración pública, impulsar el desarrollo local, regional y la descentralización, buscar la seguridad a través de la justicia, promover la educación y la cultura, defender políticas agrarias y productivas justas, reconocer la equidad de género, que se admita el papel fundamental de la economía social; generar empleos de calidad, defender el medio ambiente y los recursos naturales o impulsar una gestión de riesgos que parta desde las aldeas hasta la administración central.
El proceso electoral, contaminado por el Golpe, no aportó compromisos reales y verificables sobre una agenda nueva, basada en prioridades nacionales. Aquel fue uno de los procesos más insustanciales desde 1982 hasta la fecha. Tampoco extraña, entonces, que el gobierno de Lobo adolezca de similares debilidades.
Los políticos en su campaña firmaron algunas ofertas de la misma manera que lo han hecho por años: sabiendo que no las cumplirán Bajo esas circunstancias, Honduras sigue sin verdaderos objetivos de Nación y de transformación social. El oficialista Plan de Nación o Visión de País que promueve el Presidente Lobo no tiene agarraderas nacionales. Nada que lleve el sello de Arturo Corrales puede considerarse libre de sospecha.
Si de expectativas se trata, en el 2021 Honduras se sumará a los países que cumplen su bicentenario, pero el balance al cual se acerca es que en lugar de disminuir sus grandes heridas sociales; éstas se han abierto más. Ello genera incertidumbre y desesperanza de la población frente al futuro, especialmente en las zonas rurales donde los rezagos o retrasos son mayores que en las urbanas.
El agro, desde la perspectiva social, fue deliberadamente destruido por el modelo de ajuste neoliberal implantado con la Ley de Modernización y Desarrollo Agrícola. Las privatizaciones se impulsaron a partir del desmantelamiento de la función pública y del Estado. Nada fue casual; todo fue premeditado.
Hace casi 20 años de ese parto bipartidista, también bautizado como la “Ley Norton”, y sigue vigente, sin un reconocimiento (gubernamental y de los organismos multilaterales que lo avalaron) de su fracaso productivo y sin una evaluación ciudadana de su origen, vigencia y consecuencias.
En aquella mesa que convocó el ex presidente Callejas para “legitimar” esa ley se consumó una traición que incluyó a dirigentes populares, pero se menciona poco de ello. El nuestro es un país de susurros históricos.
La oferta de que el mercado iba a modernizar y dinamizar el agro fue un espejismo premeditado. En estos años lo que más ha exportado el agro es mano de obra joven. Al modelo no le interesaba el campesino productor, sino el eventual “remesador” o el nuevo obrero al que explotar pagando salarios miserables. El impacto humano del modelo neoliberal para el agro jamás será reconocido en toda su magnitud. No se trata únicamente de unidades productivas, sino de las familias mismas. La desintegración del núcleo básico, el reemplazo obligado de roles y la ruptura de los lazos de una generación a otra cambió el rostro de Honduras.
Nada es rescatable de esta experiencia, ni siquiera en el plano económico puesto que el aporte agrícola al Producto Interno Bruto (PIB) se desplomó en estas dos décadas, al mismo tiempo que se consolidaban renovadas formas de latifundismo. Paradójicamente, no fue la industria la que avanzó sobre el latifundio, sino a la inversa, al grado que el actual presidente del Consejo Hondureño de la Empresa Privada (COHEP) es el presidente de la Federación de Agricultores y Ganaderos de Honduras. Esa fue una elección cargada de simbolismo en la elite de poder.
En ese contexto histórico, el conflicto del Aguán debe ser interpretado como un espejo nacional, no como un conflicto focal. Para el gobierno de Lobo enfrentarlo como un problema de “seguridad nacional” y no de “seguridad humana”, es cometer un lamentable error. En el agro lo que se vive es una tragedia social y productiva de alta magnitud. Si los indicadores sociales y económicos son deplorables en los centros urbanos; son peores en la zona rural. El 42.1% de los niños campesinos son desnutridos, frente a 24.6% en las zonas urbanas o sea dos por uno. La desigualdad se agrava cada año en los grupos sociales más vulnerables: desde los indígenas hasta las madres solteras. Entre los indígenas de la Montaña de la Flor o los tawahkas no existe un solo nativo que se haya graduado de alguna universidad y pocos son los egresados de educación media. Nacer campesino e indígena es tener una vida más sacrificada e incierta que la del resto de la población.
Ni siquiera en las pocas cooperativas que todavía están activas hay una mejoría satisfactoria de la calidad de vida de sus integrantes. Varias tienen años y años de estar trabajando colectivamente, de esfuerzos compartidos y sueños comunes, pero no logran cambiar significativamente su destino. Tienen más conciencia crítica, más formación y capacitación, pero todavía no cumplen los deseos que alientan para sus hijos e hijas. Seguro que hay excepciones, pero en muchos casos la buena vida se encarna en sus dirigentes, entronizados durante años en liderazgos inamovibles, tejedores de oscuras redes de clientelismo y compadrazgos.
En la base campesina, la vida sigue siendo endeble, frágil, atada a pequeñas esperanzas fallidas, como lo ejemplificó ese sacrificio peregrino que protagonizaron los campesinos y campesinas que después del Golpe de Estado ocuparon las instalaciones del INA para evitar el saqueo de los expedientes. Ellos fueron una especie de islote azotado e indefenso en un archipiélago de intereses mayores.
Sin duda, el esfuerzo personal o colectivo de los campesinos para defender sus derechos no bastará mientras el país mantenga un modelo desintegrador, excluyente en lo social y concentrador de la riqueza. Por eso no es sorpresa la violencia del Aguán. Tiene años de estar ocurriendo bajo modalidades distintas. Hay demasiada desigualdad como para pensar en un país “tranquilo” y “contento”.
Los síntomas de desigualdad, sobre todo en el agro, son visibles en el precario acceso de las mayorías a la justicia, a la información, a la participación, salud, educación, agua potable, saneamiento, electricidad, transporte, y al mercado. Persisten, además, enormes disparidades en bienes y oportunidades. Apenas, para dar un ejemplo, el 0.4% de los títulos de tierra en el sector reformado han sido otorgados a mujeres.
Todo en el país funciona al revés. Mientras los campesinos reclaman tierras para trabajar, Honduras pierde anualmente unas 108 mil hectáreas por diversas razones, entre ellas la deforestación y la quema. En unos diez años, de continuar este modelo que privilegia a los grandes ganaderos y explotadores de la madera y la impunidad en la destrucción del medioambiente, nuestra nación perderá más de dos millones de hectáreas de bosques. ¿Cuánto es eso? Ni más ni menos que el equivalente a la superficie de los departamentos de Francisco Morazán y Olancho, juntos.
Con las actuales políticas públicas, que no se modificaron bajo ningún gobierno anterior, además de la destrucción forestal, se avanza a la desaparición del agua y de los suelos. Una nueva escala de derechos humanos resurge para ser defendida, además del derecho fundamental a la vida que se está violentando en estos días.
El Aguán es un drama que va más allá de la tierra. El asesinato de Carlos Escalera lo probó hace varios años o la lucha permanente, y muchas veces solitaria, de las comunidades afrodescendientes para no ser despojadas. El acceso a la tierra es un derecho a derechos. Sólo así una conquista puede ser perdurable. Ello significa que estos procesos reivindicativos no se tratan de un retorno a los años 70 u 80. No puede haber olvido social de sus lecciones.
La realidad presente, incluyendo la influencia no mencionada del crimen organizado, es más compleja que en el pasado. Al margen del resultado de las negociaciones en marcha, muchos intereses no descansarán en su empeño de ver fracasado el movimiento campesino del Aguán. Saben que allí se juega el destino del agro hondureño.
Lo trágico es que el país dispone de las posibilidades necesarias para emprender los cambios y de fortalecer verdaderos procesos democráticos, pero no bajo las actuales circunstancias, no cuando los grandes poderes siguen prefiriendo imponer que convivir, arrasar que compartir. No es cierto que hayan entendido las lecciones del 28 de junio.
Lo que el campesinado demanda podría ser satisfecho si en la derecha hondureña hubiera más cordura y sensatez porque lo que exige es un mínimo de justicia social y económica en el agro, que comience por anular la Ley de Modernización y Desarrollo Agrícola y sustituirla por otra que dé estabilidad y gobernabilidad al país. El cambio de esa ley, que debió haber ocurrido en el 2008-2009, debe ser un objetivo social, productivo y económico nacional.
Muchas mentalidades deben cambiar para lograrlo, incluyendo el reconocimiento al papel fundamental de las mujeres en esta lucha. Ellas no deben ser subalternas, sino protagonistas.
Todo lo que pasa en el país implica repensar los vínculos entre el estado y la sociedad, entre el bipartidismo y el movimiento social, y entre la ciudadanía misma. Nadie está a salvo con este modelo. Con la tardanza, el panorama empeora. El Aguán es sólo un aviso.