La montaña del Jute lloró

Reportaje de la conmemoración de los 40 años Mártires del Jute.

“A la mañana del día siguiente
La montaña de El Jute lloró
Voy a contar lo que sucedió
Una masacre de campesinos
Lencho Zelaya también murió”.

Canción de grupo musical de Extensión Universitaria
1980.

A Doña Nanda, la esposa de Aquileo Izaguirre y a su hijas todavía se les llenan de lágrimas los ojos cuando recuerdan la mañana del 30 de abril de 1965: la horrible masacre de Aquileo y seis hombres en su casa de la montaña de El Jute. Cuentan lo que vivieron como si sucedió la semana pasada.

Con Doña Nanda, dos de sus hijas, una nieta, un bisnieto, otros parientes y don Chema Gómez regresamos el 21 de marzo pasado al sitio donde el ejército de Honduras cometió aquella barbarie. Angela, una de las hijas nos contó en su casa en San Pedro Sula pero no quiso volver al lugar porque la impactan mucho los recuerdos.

No regresaban allí desde que huyeron del lugar hace cuarenta años. Pudieron recordar donde se levantaba su casa, el camino para el pozo, los palos de manzanitas amarillas que había en el patio y desde luego la sangrienta mañana que vivieron en ese lugar.

La plática con la familia de Aquileo ha permitido aclarar como sucedieron los hechos.

El ejercito tenia información desde hacia muchos meses de que un grupo de hombres se ocultaban en la montaña y habían lanzado fuertes operativos con cientos de soldados.

En septiembre del 64 fueron capturados Aquileo y otros productores de la zona, junto con sus trabajadores, y amarrados los anduvieron recorriendo la montaña.
Un mes antes de la masacre apareció muerto el joven Pedro Izaguirre, sobrino de Aquileo. Supuestamente lo asesinó Pedro Calderón, quien vivía en Agua Blanca Norte, camino a El Jute y que el ejército lo tenía para vigilar los movimientos de los que se refugiaban en la montaña.

VIERNES 30
La noche anterior se acostaron temprano en la casa de Aquileo. Veinticinco soldados al mando del teniente Carlos Aguilar, de El Progreso, ya andaban por el lugar desde un día antes. La esposa de Aquileo se levantó a las cuatro de la mañana, preparó café y desayuno. Al rato entraron Benito Diaz, Lorenzo Zelaya, Hermelindo Villalobos, Benedicto Cartagena y Rufino López que era sobrino de Aquileo. Ellos habían llegado dias antes al campamento que tenían como a un kilómetro de la casa. En ese momento venían de desenterrar unas armas que, todavía amarradas, dejaron escondidas en unos matorrales cercanos.

La Señora les sirvió café. Ya los tenía comiendo a todos cuando por la ventana vió cruzar una sombra que se quedó en un palo de naranjo que había ahí.

– ¡Dios mío!, dijo Nanda. – ¿Qué fue?, preguntó Aquileo – Un hombre que vi pasar ahí. – Cállense no hagan bulla.

Pero ya tenían rodeada la casa e inmediatamente entraron los soldados. ¡Arriba!, dijo la tropa. Nadie pudo hacer nada.
Entre el grupo de soldados iba Aquilino Inestroza, un ex miembro del grupo expulsado en Mezapita, que reconoció a sus ex compañeros.

“Uno por uno los iban sacando a la fuerza de la manito como quien saca un niño, y pas, pas, al que iban sacando lo iban matando”, dice doña Nanda.

Angela recuerda que el finado Rufino le dijo “Mirá negra, sólo este es el pisto que me acompaña, estos diez pesos, te los voy a dar para que te vayas para San Pedro”.

A quien sacaban lo golpeaban y le hacían preguntas. A Aquileo fue el primero que mataron, le quitaron los testículos y le cortaron la lengua. Con José María hicieron lo mismo.

Las mujeres cuentan que a Rufino casi lo trozaron de la cintura con la ametralladora y se fue de espalda.
¡Ay, me mataron!, gritó. Se quiso como sentar y quedó de rodillas. Denme agua, pidió. – Denle agua, dijo un soldado. Y trajeron en una paila, pero a la vez le preguntaban de dónde venían, dónde habían estado y cuántos eran los que estaban ahí.

– Mirá papaito, te vamos a llevar a curar, pero decinos donde están, le hablaban amablemente.

“Como él nunca les dijo nada, un hombrecito así bajito, algo trabadito que le decían Olancho le hundió un puñal en la garganta y después se hincó y le chupó la sangre.
A los demás los mataron igual, en el patio, torturándoles y haciéndoles cosas horribles. Después siguieron buscando gente”, relata doña Nanda.

Su hija Angela cuenta que “Ya muertos ellos, nos sacaron de la casa y nos pusieron en fila. Yo estaba chineando mi hijo de 40 días. A mi me golpeaban porque querían que les dijera quien era el papá del niño, que dónde estaba. Yo no sabía, porque ignoraba todo eso, él se había ido”.

– ¡Ponelo ahí en el suelo!, me decían. – ¿Como se pone a creer que voy aponer el niño ahí?, les respondía.

“Y seguían golpeándome con un machete y con la mano, me dejaron hinchada.
A mi hermana Alba también la golpearon, pero no se acuerda porque le agarraron los nervios, le preguntaban donde estaba su hermano Victoriano. El se había quedado escondido en el tabanco y después salió. A mi hermano no lo mataron porque ellos pensaron que él sabía donde estaban las armas”, dice Angela.

– Mátenme, y que están haciendo?, les decía doña Nanda, con un niño en los brazos y los otros que se agarraban de su vestido.

– No los maten, dejen esos niños, dijo un soldado.

LOS MILITARES MATARON A UN SOLDADO
Las mujeres cuentan que los mismos soldados mataron a otro porque lo confundieron.
“Lo miraron que venia de reculada para atrás, ahí nomás le pegan el tiro. Cayó casi a mis pies, con los sesos de fuera y quedó con los ojos abiertos como viéndome, en el mero umbral de la puerta de la casa. Nosotros ya estábamos en fila y todos los demás estaban muertos”, recuerda Alba, la otra hija de doña Nanda.

– Ay!, mirá que matamos al compañero, dijo un soldado. – Que barbaridad, lo matamos, se lamentó otro. – Al soldado lo levantaron y se lo llevaron.

La casa la saquearon, se llevaron la ropa y zapatos buenos, radios y una alcancía llena de monedas de veinte centavos que tenía la familia. A las niñas les quitaron los aritos y cadenas que andaban. En una cobija juntaron las cosas e hicieron una sola maleta.

Después quemaron la casa que era de madera y manaca. Aquileo tenía más de 20 cargas de maíz, café y frijoles. Había Madera aserrada como para hacer tres casas. Adentro de la casa había perros y unas gallinas echadas. Se escuchaban los aullidos de los animales.

Los cuerpos de tres asesinados que quedaron a orilla de la casa se quemaron porque les cayeron maderas encendidas; aunque no recuerdan bien creen que fueron los cuerpos de Lorenzo Zelaya, Benedicto y otro. Pero Doña Nanda aclara que no fue mucho, sólo lo que les alcanzó las llamas.

La señora se quedó hasta el mediodía esperando que llegaran a enterrarlos. Para ello subieron varios hombres de Guaymitas y otras comunidades que los citó el cantonal Fabián Andrade, por ordenes de los militares. Los asesinados fueron enterrados en el mismo lugar donde murieron.

TUMBAS DESCONOCIDAS
Donde fueron enterrados los mártires no existe ninguna seña ni cruz. Fuimos al lugar con Chema Gómez y Víctor uno de los que participó en el entierro y que está casado precisamente con verónica, una hija de doña Nanda.

Víctor nos mostró el lugar donde le dieron sepultura a Aquileo y a José María, que quedaron juntos. En otra fosa a unos ocho metros sepultaron a los otros cinco, donde en aquel tiempo era el patio de la casa y pasaba un caminito.

En años recientes por ahí se abrió una carretera que pasa sobre la tumba. Víctor estuvo presente cuando trabajaba la máquina y estaba pendiente. Al romper la tierra aparecieron algunos restos de calcetines, pelo y unos huesos. Víctor los recogió y los enterró aparte. Luego se tuvo el cuidado para no seguir afectando la sepultura desconocida.

Ahí están en esas tumbas anónimas los restos de siete hombres que luchaban por construir una patria diferente. Ellos fueron asesinados por el Estado de Honduras y aunque han pasado cuarenta años, un crimen tan terrible no debería quedar en la impunidad y por lo menos debería de hacerse justicia en la memoria histórica.

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