Desde entonces hasta nuestros días las Fuerzas Armadas han gobernado por su cuenta y por la fuerza, detrás o delante de gobiernos aparentemente civiles. En madrugada de aquel día obligaron a dejar el poder ejecutivo al presidente reformista José Ramón Villeda Morales. Y en seguida iniciaron y profundizaron gradualmente la represión.
Los militares se han creído siempre defensores de la constitución, tanto la han defendido que evitar que alguien la viole prefieren romperla e imponer sus propio “marco jurídico”. En vez de la constitución han defendido la frase “nosotros somos la ley”, refiriéndose a si mismos. Así lo creían hace 46 años y siguen creyéndolo ahora.
La policía o cuerpo de seguridad (CES) que existía cuando derrocaron a Villeda Morales, era solo un apéndice de los militares, o mejor dicho eran los mismos militares. Aunque yo era un niño en aquella fecha, la recuerdo como una pesadilla. Vivíamos en un pueblito de occidente y hasta allá se hizo sentir la fuerza del golpe militar.
Pocas horas después de ocurrido el golpe, los policías o los mismos militares, yo no sabia diferenciarlos, llegaron en horas de la mañana a hacer un registro de la humilde vivienda donde vivíamos mis padres y mis cuatro hermanos pequeños. Llegaron varios hombres uniformados y armados, con unos fusiles viejos que llevaban un cuchillo largo en el canon.
Nos apuntaban a cada uno, amenazantes. Mi pobre madre nerviosa, sacando fuerzas de su aparente debilidad les suplicaba “señores por favor, a mis hijitos no les apunten, mi esposo no esta en la casa”. Ellos sin consideración alguna decían: “Venimos por ordenes superiores a traer a Pablo. Donde se ha metido, por que huye sin es tan valiente” y entraban sin permiso ni orden escrita a nuestra vivienda.
Mi padre, un campesino perseguido de por vida en su juventud por que era liberal. Había sido llevado a prisión, algunos años antes, por desobediencia a las ordenes del dictador Tiburcio Carias, quien obligaba a todos los hombres jóvenes a realizar ejercicios militares en la plaza publica con “fusiles de palo , con el pretexto que de un momento a otro podría necesitarlos la patria, según nos relato años después mi madre.
Por suerte mi papa se había ido desde horas muy tempranas, de madrugada como acostumbramos decir, hacia la aldea donde tenía su milpa. Al darse cuenta de que lo buscaban los militares no regresó como acostumbraba, hasta varios días después. Llegó una noche y continuo llegando por las noches solo a dormir, a veces fuera de la casa, en el solar. En varias ocasiones los militares nos registraron (catearon) la casa. Nosotros al ver llegar a los uniformados ya sabíamos que teníamos que salir rápido de la casa. Llegaban por la mañana y a veces por las tardes, ya entrando la noche.
Nos fuimos acostumbrando a esas desagradables visitas de los hombres armados. Siempre con cara de bravos e insultado a quien se les pusiera por enfrente. Para suerte nuestra nunca acertaron en encontrar a mi humilde padre en la casa. Pero unos meses después lo fueron a traer al lugar donde cultivaba. El era miembro de un grupo campesino, creo que le llamaban “liga campesina”, ese era otro motivo y talvez la razón de peso, para sufrir esa persecución.
Co mi padre fue capturado en un lugar conocido en Loma Ancha, jurisdicción de San Antonio de Copan, junto con otros de sus compañeros trabajadores de la tierra. No eran propietarios de las parcelas que cultivaban, tenían que pagar por su uso “un quinto” al municipio. Pero la tierra estaba en disputa por una familia de apellido García. Era una tierra ejidal.
Lo llevaron por fin a la cárcel de Santa Rosa de Copan, colgado con de sus brazos en un camión. No lo acusaron de liberal, ni de ser campesino sino de “comunista” y por eso le dictaron auto de prisión, a el y a sus compañeros. Yo escuchaba hablar que con un mismo sumario los habían dejado presos a todos. Que iba a saber yo que era eso de sumario a mi corta edad, si no sabia nada de matemáticas para relacionarlo al menos esa palabra con la suma.
A la milpa de mi padre y a la de sus compañeros le echaron las vacas. Las vacas de la familia terrateniente se hartaron la mayor parte del maíz que era nuestro. Como ninguno de nosotros estaba en edad de trabajar, llego el único hermano de mi padre a arrebatarles a las vacas los pedazos de mazorcas que aun quedaban en el suelo o en las matas. Mi tío se encargo de aliviar un poco la angustia que sentíamos por la ausencia de mi padre. Por las noches mi tío, a veces, tocaba un viejo acordeón. No recuerdo el color…porque no sabía los colores. Yo no había ido a la escuela todavía.
Aquel tiempo de la ausencia de mi padre fue como una eternidad. Con los años supe que pasamos nueve meses de profunda crisis, angustiados, tristes y sin poder hacer nada para lograr su libertad. No entiendo como pudo salir de la prisión. Alguien tuvo que haber hacho algo. Un señor de apellido Hernández dicen que se encargó de abogar por los campesinos presos.
Al final logré pude saber de boca de mi padre que la libertad era muy cara, le costo 900 lempiras a el y a cada uno. Todos tuvieron que pagarlos en efectivo, con productos o con trabajo, es decir con mano de obra a razón de uno cincuenta por día trabajado. Muchos de ellos tuvieron que laborar de sol a sol, aproximadamente unos 600 días donde y en lo que les indicara quien los libero del cautiverio.
La libertad para ellos en realidad tenía un precio muy alto. Nunca supe como hicieron para cancelar la deuda, pero el agradecimiento hacia quien interpuso sus buenos oficios para lograr la libertad de ellos fue de por vida. Considero que esta fecha es memorable para muchos.
Periodista en Resistencia